Casa, sombra y fuego
Llegó hasta la casa y tuvo miedo. Era un día soleado, corría
un viento fresco que le revoleaba el pelo y tenía miedo.
La casa ya no estaba habitada por personas. Había en el
jardín unos gatos, unas gallinas, y frente al portón, unos perros que dormían
al sol. Agarró un palo y unas piedras, por los perros, pero no hizo falta, la
miraban incrédulos y sorprendidos, pero no les importaba su presencia.
Distraída en esto, abrió la reja principal, como si nada, acceso franco. El
miedo ahora se le subió a la garganta, esperaba alguna resistencia, alguna
señal. ¿Cómo la recibiría el polvo de la casa, la sombra de la casa? Los pastos
estaban altos y las flores lindas la ponían triste en el camino de llegar hasta
la puerta misma del caserón.
Tres escalones herrumbrosos y entrar en el frescor de la
galería. No. Todavía. Le dio una vuelta a la casa. Todas las ventanas cerradas,
claro, menos la del altillo, que se le había caído un postigo, lo tenía a sus
pies como parte desprendida del cuerpo. No tocarla. Volvió a los escalones.
Pisarlos. Los pisó. Bajó los pies al suelo, a la tierra, rápidamente, se alejó
unos pasos por la tierra y acariciaba los yuyos altos, con sus flores bonitas.
Fuera, fuera de esa casa, al sol. Fue hacia la reja para salir. La vió cerrada
y cayó de espaldas sobre el barro, caliente por el sol. Se despertó en el
crepúsculo. La puerta estaba cerrada pero no trabada, salió, el viento la habrá
empujado, nadie pasó, nadie pasa, porque la tendrían que haber visto a ella
tendida entre los pastos. Fue al pueblo. Ninguno le supo decir dónde paraban
los micros. Todos tenían los ojos nublados, o muy claros, punzantes, que
parecen que no te ven, sólo traspasan; también ojos oscuros para perderse. Ya
se estaba saturando de tantos ojos hacia ella que buscó un bar, pidió un café y
no levantó la mirada del café. Revolvía con la cucharita.
- Usted, señorita, estuvo en lo de los Alonso, yo la ví, en
el pasto.
Tuvo que sacar la mirada del café. El que le hablaba era un
hombre fuerte, rugoso, y en el resto del bar se había hecho el silencio.
- Usted y la casa se rechazan, señorita – continuó tras un
silencio el hombre – Nosotros ya vimos a otros enloquecer ahí. – murmullos de
los parroquianos del bar - Señorita,
todavía puede retirarse.
- Es mi casa.
- Ya lo sé. Yo la conozco, soy el jardinero Diego, ¿se
acuerda de mí?
- Diego… sí.
- Hola, soy Diego, señorita.
- Hola, disculpe.
- La dejé en el suelo, entre los yuyos, porque es su casa y
su problema ahí es suyo. Pero ahora que está viva, váyase.
- Sí. Usted, Diego, vió a mis tías… lo que dicen que pasó.
- Yo encontré los cuerpos, nada más.
- ¿Cuándo pasa el próximo micro?
- En veinte minutos.
- Gracias, Diego.
- De nada. Que esté bien, y no vuelva.
Cuando se iba en el micro, ya lejos, pudo ver en una vuelta
del camino cómo los vecinos bailaban alrededor de la casa, que habían prendido
fuego.
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