cabeza, tierra, agua
Una cabeza tirada entre el polvo. Un recorte tosco de
cartón, la palabra “traidor”.
Varias piedras alrededor de la cabeza. Polvo.
Escarabajos entre el polvo revuelven piedritas. La cabeza es
nueva, recién llegada para ellos, aunque rodó, golpeó y se llenó de tierra. Una
gran pelota como las suyas chiquitas.
¿Qué necesita esta cabeza, escupida, arañada, esta cabeza
entre el polvo?
Que las hormigas se enteren pronto, los perros, una lluvia.
El cartel tirado, “traidor”, se lo lleva el viento. La
cabeza no se mueve, sólo sus pelos se sacuden al viento. ¿Qué sería necesario?
Unos chicos que jueguen a enterrarla. Pero está prohibidísimo. Azotes para
todos y peligro de plomo y machete.
La cabeza sola en el cruce de las calles de tierra, en su
propio barrio. Y que nadie la toque. El polvo la va cubriendo y los perros se
van acercando y quién los espantaría, si quedarían expuestos. Mejor que los
perros terminen pronto con el asunto. Los perros se pelean por la cabeza que ha
vuelto a arremolinado movimiento. La enganchan de un ojo y de la boca. Se va
rompiendo, de lo reseco pasamos a lo húmedo y a lo viscoso.
La cabeza ya no es más una pelota que pudo patearse. Cuando
los perros terminan las hormigas y las moscas se ocupan de lo poquito que
queda.
Perros hermosos con pedazos de cara en la boca, y habría que
volver a besarlos, a darles de comer, tal vez una caricia.
Entre las fauces de los cuzcos, los grandes y los chicos,
las partes deformadas del que había sido líder.
En poco tiempo no quedó nada masticable que fuera húmedo.
Ahora trabajo para hormigas y escarabajitos. Trabajo para el viento. Que una
cabeza pueda durar tan poco. Claro, tanta siesta, las personas silenciosas, los
perros, el hambre.
En algo así como media hora sólo quedaban restos no
reconocibles, cachos, una carnicería.
¿Y el cuerpo?
Lo tiraron al riacho, se alejó flotando y con unos palos
hacían que no se encaje, se arremolinaba hasta que se fue solo río abajo. Si no
lo encuentran otros perros, pasto de peces, de bichos. Diez balazos llevaba el
cuerpo, muchos orificios, el agua es gentil.
¿Los chicos corretearían para ver al decapitado? Todos
quietos, como en el cruce donde había quedado la cabeza. Nadie se mueve. El
pueblo es chico.
De la cabeza no quedaron casi rastros y nadie los toca,
nadie se acerca.
El cuerpo es más grande. El cuerpo quedó a unos kilómetros
enganchado en la costa. El proceso fue más lento, pero le dieron ímpetu las
aves, los reptiles, los peces, y los muchos, muchísimos, muchísimos, bichitos.
Las ropas quedaron a medio flotar entre osamenta y juncos.
En la calle, el cartel que decía “traidor”, con tierra y
terrones de alguna lluvia, sigue ahí, ni moverlo.
Andan nubes pesadas de agua y de calor. Todavía no
descargaron pero van a inundar si largan con todo. Inundación. Los perros y
patos nadando, las gallinas por los techos, los que las subieron. El cartel de
“traidor” se fue pronto, con el principio de la correntada, después todo fue
rápido, salvarse y salvar algo. Unas gallinas, unos perros, algún gato, la
tele, una radio, voces que piden traé, vení, ayudame. Hubo una nenita, gritaba
y gritaba y no se sabía dónde estaba, se ve poco, es el crepúsculo, y la
corriente es fuerte. Y dejó de gritar. Fue un silencio asqueroso, con todo el
ruido de la crecida y las personas y animales que llegaron a los techos.
De los restos del cuerpo se separaron los restos de la ropa,
todo una baba entrelazada por cartílagos, al fin dispersos por la gran crecida.
Pasó llevado por el agua el cartel “traidor”, borroneado por
el agua. Pasó ahogado el alcalde. Animalitos ahogados. Y después de las lluvias
el calor de nuevo. El agua que no baja y el sol. Todo se pudre, los nuevos
muertos.
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