La tangente
Libélulas ascendentes. Peces verticales. Mariposas
horizontales. Mosquitos oblicuos.
Viene una tangente, rasga, abre, provoca un sismo. Abismo
por el que cae claro, cristalino, el líquido secreto. Se inundan los oídos, los
ojos; adyacente, ¿qué se ve por ahí? Sí. No. Es un remolino, una curva que cae,
no termina nunca.
Hoy en la plaza ví bañarse a dos palomas, las demás
chapoteaban. Luego, también a dos pajaritos chiquitos, negros de pico amarillo.
¿Todo esto bañado también, bañado por el líquido que no me abandona y se
despliega, inunda todo?; estoy cansada, tengo que repasar las formas para
poderlas ver bien.
Matar un albañil, una idea como cualquier otra; se suma a la
masa viscosa, ¿y cómo hacerlo? ¿Y el cuerpo? Se pierden las precisiones en las
riberas envolventes.
Y los ojos implacablemente al frente. Las orejas alineadas.
Los párpados casi fijos. El paso apretado, los sentidos atentos, la mirada
distante. Y qué calor, y qué frío. Que no me molesten, que no me vean casi. Ahí
se nubla toda sustancia, frente a frente en el subte.
Ojos que repasan. Líneas. Una multitud de necesitados
atraviesan como por un cristal las espaldas y los olores. Ojos, ojos, los ojos
están desubicados en el subte. Y chilla, chilla el subte y abre y cierra y
mugre. Entre la mugre, sobrevivientes, por ahora. Se los mira con mayor o menor
asco al pasar. Ojos, manos. La marea de los sentidos lleva a la multitud hacia
fuera. Y ahí, el aire, sí, aire fuera del subte. Aire aunque sea gris, es menos
gris que abajo. Más frío, seguramente. El frío delimita rigurosamente los
contornos. Henos ahí, en el frío. Y si hace calor, menos que en el subte, pero
calor, entonces el calor acompaña susurrando, susurrando. Y la tangente, el
mundo que me pasa como una red, traspasa. Verlo, respirar con él, para no
asfixiarme. Hoy está parcialmente nublado.
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