Ahora, bajo este techo, en esta sala, en esta mesa, se desgrana un documento incuestionable, una esquina perfecta.
Una anomalía del
viento repercute en la ventana y cierra la puerta, ondula entre los muebles,
envuelve a los dos cuerpos flacos, pequeños, que se miran.
- No, no me saques de
las cenizas.
- El documento es
inexorable.
- No lo veo bien.
- Acercate.
- No quiero.
- Acá está.
- No, no lo acerques
a mis cenizas.
- Acá está.
- Cuántas veces lo
leímos.
- Es para leerse.
- Es para morirse,
pero no morimos.
- No podemos.
- No.
Todavía quedaban
algunas brasas, siempre quedaban algunas brazas, el humo podía disminuir pero
no extinguirse, los cuerpos podían corromperse, pero no morir, no ahora, no
sabían si podrían, cuándo.
El documento se
bamboleaba, pendía y ondulaba en los ojos. ¿Cuándo empezó a escribirse? ¿Era
para ellas? Imposible quemarlo, las manos se agrietarían y el documento volaría
a salvo. Y sus cuerpos tan cansados, tan chiquitos y arrugados. Hubo mañanas de
sol donde corrían por el pasto y se tiraban agua. Hace tanto. ¿Lo hicieron,
corrieron por el pasto felices? Ahora sus vestidos parcos se pegaban a sus
cuerpos exiguos. ¿Por qué la ropa no podía abrigarlas? Siempre al lado del
fuego. Las brazas atrapan los ojos.
- Quememos el
documento.
- No.
- No.
- Lo leo una vez más:
“Sobre vosotras, entonces, recae la ceniza de los días,…”
- No lo leas más, lo
sabemos de memoria, no quiero escucharlo.
Crepitan las brasas.
- Es el final.
- Ya sé. Las brasas
se apagan y la oscuridad nos devora. Esperamos siglos esto.
- “Sobre vosotras,
entonces, recae la ceniza de los días,…”
- “… porque no
pudieron abrir la ventana,”
- “porque las
confinamos a la oscuridad.”
Los cuerpos se
recuestan y una de ellas llega a pensar si todo no fue un error de luces, de
persianas y de puertas.
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