sábado, 20 de agosto de 2016

No sólo perdí Roma _ relato

No sólo perdí Roma. También perdí las espadas en el fondo del mar y las fortalezas en tierras de nieve, y trirremes en playas calientes. Los vientos me susurraban en remolinos de pelo en mis orejas, y las entrañas de las aves se reían de esas promesas; cuando los dioses debaten dentro y alrededor de un mortal el destino va a aplastarlo con estrepitosas carcajadas.
No sé cuándo empezó esto, el hilo de los hombres es invisible para los mortales y se pierde en la dirección que se mire. Empezaba la primavera cuando los primeros remolinos pusieron en mi mano la espada labrada y el escudo resplandeciente. El viento del norte se decía mensajero y me seguía a todas horas, hasta que tuve que matar a mi centurión para poder escuchar al dios con claridad. Rápidamente hundí la espada en un esclavo y lo culpé a él de mi crimen. Yo fuí ascendido entonces a centurión, con mi mano y con su sangre tomé su lugar y el viento del norte me purificó de mi asesinato, al menos eso dijo.
Las campañas levantaron mi brazo y mi gloria hasta los oídos del Capitolio. Como general entré por sus sagradas puertas y fingí respeto al Senado y a los demás generales. En Roma los cuellos se desgarran fácilmente, nadie olió mi sombra. Y mi gloria, aún humeante de las gargantas sacrificadas, crecía sobre mi propia cabeza y metía sus raíces por mis oídos y se incrustaba en mi cerebro. Así me hicieron gobernador de una lejana, hostil y opulenta provincia. Llevé el terror a su habitantes y el oro a Roma. Y mis días eran aburridos y recelosos. Por eso le empecé a tomar odio a Publio, siempre fiel y distante, me encontraba con sus ojos aunque no lo quisiera, y no le ordenaba que bajara la mirada, a él, mi consejero, mi secretario, mi esclavo, porque más temía las aguas inquisidoras que se agitaban en sus pupilas. Sin duda se burlaba de mí, por su fuerza y su inteligencia lo hubiera matado, pero me era útil, y más temía perderlo y que el hastío se apoderara de lo que me quedaba de humanidad. Una tarde lo encontré degollando a otro esclavo mientras él cometía bestialismo con un cerdo. Publio no dañó al cerdo de ningún modo, sino que lo complacía y era sumamente amable con él. Primeramente desenvainé mi espada y Publio tranquilamente puso su mirada en mí. Me sentí avergonzado, peores cosas había visto y había hecho en asedios de ciudades. Realmente no me espantaba de Publio ni el bestialismo ni el degollamiento de un esclavo insignificante. Sí empecé a temerle cuando posó su mirada serena en mí y me oculté de su consciencia en una carcajada y unos pasos apurados. Salí precipitadamente al patio denso de perfumes de enredaderas y me recosté en un banco. Si él lo hubiese querido me podría haber apuñalado en cualquier momento. Ahora estaba emparentado con su alma y aunque hubiera querido abrirle las entrañas para observar mi suerte, no me atrevía a herirlo por temor a resultar yo lastimado, como si su carne fuese la mía. En un instante me había arrebatado el poder y la gloria, pero yo ya no estaría nunca más solo, ni hastiado, ni tranquilo.
Las adivinaciones con aves eran inútiles, los órganos se deshacían ante los ojos de los adivinos, o no estaban en sus lugares, ni conservaban sus formas. Del viento del norte no recibí sino burlas, se arremolinaba en mi ventana y siempre precedía la aparición de Publio, que me traía un mensaje, o paseaba por los patios. La divinidad ahora me era esquiva, me había llevado de la mano a la altura y ahora me dejaba tambalear y sólo podía escuchar su risa. Tantos esfuerzos, intrigas y sangre sólo habían sido una partida de dados de los dioses, de los que ignoraba todo y ahora se reían.
En las noches sentía la respiración de Publio envolviendo todas las recámaras, los pasillos, los patios, las calles, campos, toda la provincia hostil y opulenta. Tenía que hacer venir músicos y que tocaran toda la noche hasta el amanecer, y emborracharme para no oír su aliento, no saborear su respiración, que su corazón dejara de resonar en mi cráneo y me dejara dormir, un poco, algo. Sus acciones se revelaban en mi alma en bajorrelieves que me iban moldeando a mí, siendo yo su sombra, menos hombre que mi esclavo.
Por lo demás, la administración de la provincia brillaba de eficiencia y solidez. Los consejos de Publio y su celo en la ejecución de mis órdenes daban ganancias y quitaban toda resistencia, los huesos roídos de los disidentes se esparcían como advertencias o recordatorios, y la gloria de mi administración se alzaba cada mes. Por fin me llamaron de vuelta a Roma. Por supuesto, Publio vino conmigo.
En Roma yo quería mantener gravedad y compostura, así que me abstuve de músicos y vino, dejé de resistirme a Publio, ya sabía muy bien que lo tenía impregnado en la base de mi cráneo, respiraba con él, a través de él, y sentía sus latidos en mi cráneo y en mi pecho, porque nuestras miradas eran iguales y nuestro hígado era el mismo.
Sin embargo seguí odiándolo, sombra de mi sombra. Ejecutaba mis deseos antes de que yo los pronunciara, asesinó a todos mis enemigos y a todos los que me estorbaban el ascenso a la gloria de Roma. Pero ya no era mi gloria, ni siquiera eran mis decisiones, porque apenas se insinuaba un vago anhelo en mi mente o corazón, él lo cumplía y me transportaba a la cima del Capitolio sin que yo usara mis propios pies. Me arrojaba al hastío, a la indiferencia, le quitaba el sabor a todos mis anhelos y la fuerza a mi brazo. Entonces comprendí que estaba alimentándose de mí. Por eso los adivinos no podían encontrar las entrañas de las aves.
Cuando comprendí esto una melodiosa carcajada resonó en varios ecos. Los dioses estaban divirtiéndose mucho y yo ya no contaba con su auxilio o consejo, nunca lo había tenido, era un juego.
Mi primer impulso fue tirarme sobre mi espada o matarlo. Pero presentía que fallaría. También pensé que si se trataba de un juego divino, podría todavía encontrar un atajo inesperado, y al pensar esto sentí que el peso de Publio se despegaba un poco de mí, tal vez los dioses querían verme jugar esta partida. Aprovechando ese pequeño resquicio, esa liviandad en mi pecho, salí casi desnudo del palacio cubriéndome con las sagradas tinieblas de la noche.
En el altar de rocas musgosas y guirnaldas de enredaderas, hermosamente extendida dormía con su respiración calma la ninfa protectora del sitio sagrado. Su sueño entró en mi mente y fui arrasado por hielo y fuego, y cuando desperté, ella me alcanzó agua pura y me entregó un puñal; dijo que nadie más debía verlo, que sólo podría usarlo una vez y que volviera al Capitolio antes del amanecer.
Cuando ya me acercaba al centro de Roma, noté que seguía libre del peso de Publio, mis pulmones y mi corazón se expandían y un hormigueo extraño y gozoso me devolvía a los impulsos temerarios y extendía alegría sobre mí.
En el segundo patio me esperaba Publio.
Mantenía sus ojos crueles y burlones, pero ya no eran un abismo para mí. Creo que olí su miedo. Y el miedo de un esclavo cruel es peligrosísimo. Empapado de la noche y de la ninfa, me sabía fuerte y ágil, no le dí ninguna oportunidad, herí su abdomen y lo degollé diestramente en dos movimientos bellísimos, enlazados como una danza.
Inmediatamente comenzaron las metamorfosis, el cuerpo de Publio se deshizo en barro y el puñal absorvió mi mano, mi brazo, me arrastraba hacia su interior de filo y piedra y cuando la metamorfosis se completó, me encontré en las manos de la bella ninfa, en el altar sagrado, hurgando en las entrañas de un ave, entre inciensos propiciatorios y bajo las estrellas expectantes y los dioses sonrientes.



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